Los trotamundos aman con la
intensidad de los volcanes cuando despiertan. Se despiden y se reencuentran
todo el tiempo porque dan por descontado que los corazones que quedaron atrás
no se han cansado de esperar. Simples, inquietos, apasionados e impredecibles,
con el paso de los años se acostumbran a que nada los detiene. Coleccionan
momentos, se aferran al destino incierto y están siempre dispuestos a cambiar
el rumbo aun cuando las cosas parecen ir tan bien. Desaparecen porque van por
más, está en los planes arriesgar lo puesto y jugar hasta la última miserable ficha:
se dice que creer es crear.
Los viajeros ríen solos y les da
igual si alguien los mira. Andan descalzos para sentir mejor la tierra, así
experimentan esa conexión bendita e inigualable con la madre Naturaleza que
hace realidad la propia existencia. Corren bajo la lluvia y cantan en honor a
la vida, dan gracias mirando el cielo y de rodillas saludan a Dios, buscan la
fuerza en el sol y conversan con la luna. La vuelta será espontánea, quizás no
dé tiempo a decir adiós, o tal vez sí haya espacio para dar un abrazo
imaginario a todo eso que se habrá de extrañar.
Los trotamundos saben despegar. Son
así felices pudiendo con el alma volar.
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