Caminé hasta el cansancio por la avenida
más famosa, junto a una nueva compañera de aventuras que acababa de conocer.
Dimos varias vueltas hasta que logramos recordar exactamente dónde quedaba ese
lugar tan divertido. Llegamos, subimos como ochenta y cinco pisos por escalera
y voilá: vista panorámica de la ciudad más impactante que jamás vi.
Nos sentamos detrás de una barra,
y desde allí podíamos ver lo que sucedía en cada rincón. Cientos de personas
bailaban, y ahí estaba él, justo en el medio, robándose todas las miradas y la
atención de las mujeres. Otras que… como yo, caían rendidas ante descomunal
belleza.
Se deshizo de todas y cada una,
parecía que lo hacía a propósito y que se divertía haciéndolo. Con el
transcurso de las horas, la pista de baile fue quedando desierta, y él se
dirigió hacia donde estaba yo. Se presentó, me presenté, y la charla siguió
entre elogios, frases de manual y besos. Muchos besos con sabor a Ámsterdam, en
el nombre de la reina.
Ahora sabes qué se siente y
cuánto duele.